sábado, 15 de noviembre de 2014

Diario de alguien [5]

Historias del hogar de los locos.


Marlenne. 

Al principio, no había día que no la vieras llorar en la mesa, con su plato en frente. Sus brazos parecían texturizados. Texturizados por un estampado de cicatrices, algunos círculos, algunas quemaduras, algunas líneas, líneas gruesas. Luego, notabas que sus piernas estaban igual. No había parte de su cuerpo que no estuviera llena de cicatrices de autolesión. Muchísimas marcas de sutura. Su tez era apiñonada, su cabello, o el poco que le quedaba, muy rizado. Delgada, sin ser alarmante. Siempre tenía frío y no tenía uñas, se las comía. Pero era muy sociable. Mostraba sus cicatrices a sus anchas, me dijo que en este lugar, todas nosotras la entendíamos. Y era cierto. Yo no me cortaba, pero la entendía. Ella ya llevaba varios meses, tres, para ser exactos. No tardó en irse, en un mes se fue. Antes de irse, un día antes, estuvimos platicando por horas en el patio. Me contó como dejó su adicción al thinner y al pegamento. Recordé un poco el cristal. Me enseñó sus cicatrices en las venas, me contó que su madre tenía cáncer, y que ella solo se estaba curando para que su madre muriera tranquila. Ella se fue, pero regresó dos meses después, con la boca cortada, igual que la de mi amiga. Me recordó tanto su cara, a la de mi amiga Valentina, cuando le dije adiós.


Eduard.

Conocido como Eduard, su nombre, Eduardo. Chico moreno, alto y guapo. Delgado, wow, era tan delgado. Se veía tan frágil. Su cuerpo era un palo, de verdad que si. Su cara atractiva pero muy muy afinada, cada facción se le marcaba, era muy flaco. Lo único malo: no tenía brazo.
Lo que pasó con su brazo se quedó en el misterio. Eduardo se rehabilitó y salió dos meses antes que yo, muy rellenito y con ganas de salir adelante, honestamente no entendía su entusiasmo... puesto que tenía además sida, su homosexualidad lo alejó de su incomprensiva familia. No cabe duda que a veces, comparándome con otros, tengo suerte. Un chico alto y fuerte vino por el el día que Eduard se fue. Le dio un fuerte abrazo. Creo que sigo deduciendo que eran pareja. 


Katia. 


No solo lloraba a la hora de la comida, ella lloraba siempre. Sus ojos siempre estaban nublados por las lágrimas. Su cuerpo era frágil, sus huesos se marcaban todos, todos y cada uno. Quizá fue de las personas que más llegué a apreciar. Sus ataques de ansiedad eran muy seguido, justo cuando yo creía que estaba mejorando, empezaba a actuar como loca hasta que la sedaban y desaparecía por días. Después, cuando la volvía a ver, su rostro aparecía cada vez más infeliz. Ella me confesó que su único plan era morir, pero que en esa cárcel ni si quiera te podían permitir morir a gusto. 

De un día para otro, Katia empezó a mejorar. No entendí como empezó a poner esfuerzos en recuperarse, pasaron semanas y ella ya comía, era más extrovertida, sonreía más, subió de peso. Pasaron meses. Estaba bien, a punto de salir, quizá, pues yo estaba tan segura de que no faltaba mucho, que le obsequié mi iPod. Pidió que se le comprara una cubeta de pollo KFC, como premio por haberse superado, (era una tradición premiar con tu comida favorita al alcanzar tu peso sano, no sé por qué era considerado premio). Katia se lo llevo a su cuarto para la cena. Al otro día fue encontrada en su cama, con los huesitos de pollo partidos, para hacer su punta punzante. Todos estaban introducidos en su garganta. Estaba muerta. 


Natalia. 


Natalia no era tan joven como todas. Era ya mayor de 30 años, y esta era su décima rehabilitación. Al principio, como todas, no hablaba mucho, su cara reflejaba miseria. Su estado, deplorable. Su cuerpo era un esqueleto total, su cara lucía como la de una anciana, su piel, también, llena de venas, la piel reseca, pegada al hueso, pero a su vez un poco colgada, cada articulación, hueso y vena, era visible. Sus huesos eran un relieve amoratado que sobresalía de su piel opaca y pálida. No tenía cabello, era totalmente calva. Sus ojos tenían derrames, hilillos rojizos por todo el globo ocular. Era de las pocas que comían comida especial porque su estómago soportaba solo cierto tipo de alimentos y porque ya no tenía dientes. Me sorprendía de que, a pesar de su estado, no era aislada, siempre estaba con las demás. Luego, me percaté de que ella no se oponía nunca al tratamiento, comía lo que se le daba, hacía lo que se le decía. Me dijo que yo le recordaba un poco a ella cuando era más joven.

Su avance fue notable. Subió de peso, no se veía la más sana del mundo, pero su voluntad era de acero. No tenía nada a qué salir. No tenía amigos, pareja, ni si quiera familia, ellos ya la habían abandonado desde su tercer rehabilitación. Ella dijo que seguiría intentando. Hace unos meses la vi en Facebook. Vive en Estados Unidos, se dedica al Crossfit y tiene una pareja, que por cierto es mujer. Y tienen una niña.

Olivia. 


Desde que llegué, hacía todo lo que me pedían con obligación y recelo. Me costó trabajo entender que aquí mi opinión y mi título de persona, no servían de nada y que a nadie le interesaba. Soporté día tras día el asqueroso sabor y olor de la comida y sobre todo, de ese maldito y repugnante licuado. La verdad, es que su método de curación, no era el que la Doctora Robles le dijo a mi madre. Su método era hacer que nuestra vida fuera un infierno, para que el miedo a volver a caer allí, nos motivara a no recaer. Me tomó tiempo comprender mi papel. Al principio resistía los días de encierro, ¿si no como me encerrarán aquí? PERFECTO, ¿Qué más da? Ni quien quiera salir. Pero fue espantoso. Me quitaron mi ropa y solo traía puesta una bata delgada. Era invierno, mis cobijas seguían manchadas del licuado que tiré el primer día, ¡me quitaron mis mantas! Sólo tenía sábanas. El frío era insoportable, al igual la soledad y el aburrimiento de estar allí, entre cuatro paredes naranjas, donde no hay si quiera una caja de cereal que leer. El hedor de la comida podrida acumulada en la habitación era espantoso. Después, me quitaron el foco. Esto me hizo enojar tanto, que comencé a golpear las puertas y el vidrio de la ventana, que no pude romper. Traté de romper la cama y matarme con algún alambre. No lo logré, pero empecé a gritar y a dejarme llevar por la histeria. No fue mucho tiempo, las enfermeras llegaron y me amordazaron, me pusieron cinta en la boca y después me rodearon los brazos. Quedé inmóvil y callada. Ese día no hubo cena y dormí inmovilizada y muriéndome de frío. Al día siguiente, perdí la noción del tiempo, no había luz del foco y me habían tapado la ventana con bolsa negra. Cada minuto se pasó lento. Mi fuerza se rompió y volví a llorar.

No supe que hora era cuando la enfermera llegó y me volvió a dar de comer. Esta vez no me opuse y comí, comí con tanta decisión que parecía que aquel pan duro con consomé de pollo eran mi manjar favorito. Cada vez que deseaba ir al baño, tenía que tocar un timbre. Solo podía ir al baño si había transcurrido al menos media hora después de la comida. Alguna enfermera llegaba, y me abría el baño. Este baño era pequeño, con puertas de acrílico opaco, que no llegaba a cubrirte los pies. Justo como los baños públicos de un centro comercial. A continuación, la enfermera me pedía que pusiera las manos sobre el acrílico, para que pudieran ser vistas por ella. Observaba así que no usara mis dedos para provocarme vómito y que mis pies no delataran que me ponía de espaldas para inclinar mi cabeza a la taza. Salir y comer en el comedor general tampoco fue gran cosa. Nos revisaban siempre para no hacer trampas, y a menudo las enfermeras se burlaban de nosotros, y todos alrededor de la enorme mesa, terminábamos llorando mientras comíamos con esfuerzo. La amargura de las lágrimas de todos se me contagiaba, y por alguna razón, las ganas de llorar eran inaguantables. 
Las enfermeras no tenían mejor adjetivo calificativo que, ''hijas de puta''. Echaban a perder toda la terapia psiquiátrica que recibíamos, diciéndonos que ''nos veíamos más gordas'' o que ''estás a punto de reventar, pero sigue comiendo, que no te queda de otra''.
Había una enfermera joven especialmente ensañada conmigo. Todo el tiempo se burlaba de mi, hasta que una vez me sacó de quicio y no tuve más que agarrarla a golpes, hasta terminar pisoteándole la cara salvajemente hasta que alguien llegó a detenerme. Quizá pasé 18 días de encierro y amordazada de vez en cuando, pero me alegra que ella perdió tres dientes y nunca los recuperará. Perra.
Mi estancia por mi mala conducta se alargó a 8 meses. Cuando salí, ya pesaba lo doble que pesaba al entrar. Pero salí bien, o al menos, así me lavé el cerebro, porque más valía creérmela, o de lo contrario, volvería a caer en esa mierda de lugar.
De todas formas, si no fuera por el encierro, no me hubiera salvado de morir a los 15 años.




4 comentarios:

  1. impresionante experiencia, tan cruda y surreal, como un paso al purgatorio para salir de un infierno inminente, y sin más tu perseverancia y objetividad, te sacó avante, por si fuera poco demostrando que contigo no se juega (lo siento por la enfermera, ella tampoco nunca te olvidará jaja)

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  2. Hay tratamientos muy malos que no se centran en el verdadero problema del la persona con un trastorno de alimentación y sólo pretender cambiar la conducta del enfermo. Si bien separarse de la familia ayuda, no es lo único, sobre todo si después el enfermo vuelve a la misma dinámica que lo puso allí en primer lugar.

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