sábado, 28 de febrero de 2015

Brutal.

Si algo me desahoga aún más que pasar una hoja de rastrillo por mi piel, es sentir como mis puños se estampan en el cartílago de su nariz repetidas veces hasta reventarlo, como si se tratase de una simple fruta. Eso es. La pena que me hacen pasar las personas por dentro, tiene que salir tal y como es, PENA, PENA, PENA. Dolor, dolor y sufrimiento. Sufro yo, generalmente me quedo con la peor parte, pero, si tengo la oportunidad de desquitarme con alguien más y que ese alguien sufra lo que definitivamente se merece, básicamente no tengo ningún problema en descargar mi odio en sus caras.

Yo juro que no siempre fui así, ¿O quizá si? Lo descubrí en mi tierna infancia, en el jardín de niños. Sufría algo de maltrato de parte de mi primo, un año menor que yo con quien convivía siempre, y de Aurora, una compañera del salón. Ambos se concentraban en arruinarme todos los días de mi pequeña vida, me insultaban, me quitaban mis alimentos, me golpeaban y se burlaban de mí. Nada inusual ni demasiado pesado, simplemente eran estresantes y yo me limitaba a tener miedo, llorar y acusarlos mientras imploraba que los adultos les pusieran un freno, cosa que nadie nunca hizo. En fin, mi padre, al darse cuenta de mi situación, habló conmigo. ''No seas mensa, defiéndete, vas a tener que aprender a defenderte, de ahora en adelante, cada vez que te quieran maltratar, vas a tomarlos fuertemente del cabello y vas a aventarlos al suelo y pegarles de patadas, basta de dejar que te hagan como quieran. No tengas miedo, si lo haces rápido, no tienen por qué lastimarte''. Y fue exactamente lo que hice. Mi primo, llegó un punto en el que no podía ni acercarse sin terminar tirado en el suelo. Y Aurora, quedo con marcas en la cara durante días y hasta su mamá miraba feo a mi mamá. Y no solo apliqué este método de defensa con ellos dos, si no que lo hice con todo aquél que quisiera hacerme daño. Hasta que un día, un vecino se atrevió a molestarme y quise hacerle lo mismo que a todos, lamentablemente, no medí mi fuerza y cayó al suelo, se partió la cabeza y sangró muchísimo, terminé demandada a los 8 años y mis padres tuvieron que pagarle sus gastos médicos.

El tiempo pasó y a los 11 era una linda bailarina que gustaba mucho, sin embargo, había algo que me llamaba más la atención que el mismo ballet; el judo. Lástima que mis padres no me dejaron continuar allí y se empeñaban en hacerme practicar ballet. Todos querían que fuera bailarina. Me gustaban los golpes. Me buscaba problemas en mi secundaria, provocaba pandilleras y pegaba con alevosía buscando objetos que les dolieran. Había algo dentro de mí que se sentía tan bien... un hormigueo en el pecho que recorre todos mis brazos, como si mis ojos se hundieran, un cosquilleo en la vértebra, unas ganas incontenibles de sacar algo que me estorba en el cuerpo, energía, odio, frustración... siempre que hago algo malo, aparece la sensación mencionada, es inevitable. Es hermoso. De esas veces en las que recuerdas que estás vivo y se siente tan bien...
Obviamente me metí a practicar artes marciales por el hecho de que AMABA pelear y descargarme, además, mi pareja de ese entonces se atrevió a golpearme una vez y yo decidí hacer algo para estar, si no en su condición, al menos perder el miedo y ser capaz de defenderme si se atrevía a volver a ponerme una mano encima. Y sabía que no iba a estar con el mucho tiempo, (Nunca olvidé los golpes de ese hijo de perra, claro que tomé mi propia venganza, solo por eso sentía que aún no podía dejarle sin antes despedirme de la peor forma), pero muy aparte, me gusta el hecho de saber que no tengo miedo de que me partan la cara y a su vez, me encanta desahogarme.

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